“Fui diagnosticado con Trastorno Límite de personalidad, a raíz de episodios donde me invadía una depresión profunda, una ira intensa y deseos de autolesiones”
En este relato, D. nos cuenta su experiencia en relación a su diagnóstico y tratamiento en salud mental.
Quisiera compartir mi experiencia como usuario de salud mental. Tengo 30 años, hace unos años fui diagnosticado con Trastorno Limite de personalidad, a raíz de episodios donde me invadía una depresión profunda, una ira intensa y deseos de autolesiones, las cuales ya materializadas en mis brazos, piernas y cadera fueron “descubiertas” por mis familiares. Llegó un momento en el cual no podía más y necesitaba ser descubierto, necesitaba ayuda. Con apoyo de mis familiares inicio tratamiento psicoterapéutico con una psicóloga especialista en la temática, y psicofarmacológico con un médico psiquiatra en un centro de día. Así, durante año y medio, me vi inmerso en sesiones individuales, grupales, vinculares, talleres diversos y como no medicamentos, cuatro tipos diferentes. En esa institución era común el “identificarse” entre pares con el diagnostico que uno tenia en la historia clínica: border, bipolar, adicto, psicótico, depresivo. Pero había algo en ese lugar que hacía que no me identificara, en ese momento no sabía que era.
Año y medio después de iniciar tal tratamiento, decido de manera voluntaria suspender el tratamiento, por los siguientes motivos: me encontraba estabilizado, por falta de cobertura de obra social y lo mas importante: ausencia de contención por parte de la institución.
Dos años después, decido iniciar psicoterapia, al no estar convencido con los profesionales que me aportaba la obra social, decido contactarme con la profesional con la cual, hacia terapia en aquel centro de día, me recibió con los brazos abiertos e inicie análisis. A fin de año, estando casado, a punto de iniciar una adopción se incendia mi casa, perdiendo completamente todo, esto junto a la pandemia de 2020 influyeron precipitando una “crisis” donde los síntomas reaparecieron. Nuevamente mi percepción del entorno se vuelve gris, me aqueja una constante sensación de vacío en el pecho que por momentos se vuelve un dolor insoportable, un nudo en el estómago me incita a vomitar, lo cual junto a los cortes se volvían una forma de descarga.
Fue momento de retomar tratamiento psiquiátrico: me sentía cómodo, escuchado y acompañado por el médico, pero eso no era suficiente, ya que los medicamentos no hacían efecto: me faltaba el acompañamiento y contención terapéuticos. El vínculo psicoterapéutico se había perdido, mientras mi cuerpo asimilaba fármacos, las sesiones con la psicóloga eran canceladas o postergadas: “tengo que hacer trámites, hoy no te puedo atender”, “me quedé dormida!”. El psiquiatra hacia todo lo que estaba a su alcance, ningún aumento de dosis podía suplantar la falta de escucha, necesitaba mi espacio para hablar, durante el proceso de adopción habían surgido cuestiones de mi pasado no resueltas.
Así comenzó mi odisea, un miércoles fui a sesión junto a mi pareja, frente a mi psicóloga le dije “no puedo dejar de cortarme”, le pedí a mi pareja que se hiciera cargo de la administración de los remedios, y al llegar a mi casa, me quedo solo. La angustia aparece junto a la necesidad de autolesión, y la impulsividad me lleva a cometer un acto: tomo casi una tableta de un medicamento sedativo, lo único que quería es dormir.
Horas después me despierto, en la guardia de un hospital, justo cuando una enfermera me estaba colocando una vía intravenosa en mi brazo. Con mucha sensación de nauseas percibí maltrato por parte de algún personal de salud: “con todos los tatuajes que te hiciste en el brazo no te vas a quejar por un pinchazo”, “que pierdas un poco de sangre no te hará mal” exclamó un enfermero al retirarme la vía de una manera violenta.
Él psiquiatra tratante decide darme el alta esa misma noche. Los días siguientes, la impulsividad desciende, y emergen sentimientos de vergüenza y culpa. Una semana después, sentía nuevamente la necesidad de lastimarme, pero decidí hablar con mi pareja y recordé un ejercicio que me había indicado uno de los primeros psiquiatras que me había tratado: tomar hielo con las manos, lo hice y el impulso cesó. Al otro día, tenía sesión con mi psicóloga, al contarle lo sucedido el día anterior se comunica con el psiquiatra diciéndole que no quería “arriesgarse” a que suceda otro episodio como el de la ingesta, por lo que solicita una evaluación psiquiátrica para internación. Decide llamar a mi pareja diciéndole que yo tenía la personalidad “disociada”, lo que realmente asusta.
Acudo a una entrevista con un médico en una clínica neuropsiquiátrica, con un informe de derivación de la psicóloga que decía “presenta riesgo inminente para si y terceros”. El criterio del medico que llevaba adelante la entrevista fue “este informe no se condice con lo que veo”, no había criterio de internación. Allí, luego de relatar lo mismo que aquí, queda en evidencia que la ausencia de contención no favoreció el tratamiento e impedía mi recuperación. Esa misma tarde, al darle aviso a la psicóloga del resultado de la evaluación psiquiátrica, me dice “era necesario hacer este recorrido”. Fue un recorrido turbio, que me provoco un shock por una posible internación. Días después tuve una reunión con el psiquiatra del cetro de día junto al coordinador, les comuniqué mi deseo de suspender el tratamiento con ellos.
Hoy, habiendo pasado unos meses, me siento mucho mejor, sigo en tratamiento psicoterapéutico y farmacológico con nuevos profesionales, los cuales me ofrecen la contención y la escucha que necesito.