“De la internación a la cuarentena”
B. es una seguidora de Contarse que quiso compartir el relato de su experiencia de internación en tiempos de pandemia.
Si alguien me hubiera dicho un año atrás que en marzo de 2020 ingresaría a una clínica psiquiátrica por depresión, me hubiese reído por lo ridículo de la idea. Más todavía de haber sabido que al salir de la internación tendría que enfrentarme a otro tipo de encierro, la cuarentena.
No puedo precisar en qué momento comenzó mi depresión, supongo que fue cerca de fin de año. Unos meses antes había cambiado de trabajo y este nuevo no resultó ser lo que creía. Me sentía muy estresada y me irritaba con facilidad, sentía que el puesto me quedaba grande y me afectaba ver todas las irregularidades de la empresa, una empresa en la que todo se ataba con alambre y si querías conservar tu trabajo tenías que ser cómplice. A la vez, después de navidad me mudé del hogar familiar y creí que la independencia me haría madurar, ser más responsable y no sé cuántos atributos más que, lógicamente, no llegaron como por arte de magia.
La segunda semana de enero no pude seguir soportando esa rivalidad entre mi trabajo y mis principios y decidí renunciar.
Los primeros días me sentí muy aliviada y comencé la búsqueda de un nuevo empleo, tuve algunas entrevistas, pero terminaba febrero y aún seguía desempleada. Creo que en febrero todo empezó a caer en picada.
“A pesar de estar en tratamiento psicológico y psiquiátrico, cada día pasaba más y más tiempo en la cama o en el sillón viendo televisión”.
Dejé que se acumulara la vajilla, dejé de sacar la basura. Me despertaba pensando “uf, un día más en esta vida”. Mi mamá solía llevarme comida, aunque yo intentara disuadirla, porque pasaba días sin comer y a la comida comenzaban a crecerle hongos. Nada me interesaba, nada me llamaba la atención. Empecé a pensar “y después, ¿qué?”. ¿Qué cambiaría cuando consiguiera trabajo? ¿Mágicamente iba a tener ganas de salir, de hacer ejercicio, de juntarme con amigas, de reír? ¿Qué es lo que sigue en la vida? Conseguir un trabajo, eventualmente irme de vacaciones, pero ¿para qué? Llegué a un punto en que estaba muy cansada de intentar estar bien, de disimular mi malestar cuando hablaba con otros, de sonreír por fuera y llorar por dentro. Me la pasaba pensando “¿qué sentido tiene?”, “¿vale la pena seguir?”. Perdí las ganas de intentarlo, perdí las ganas de vivir. Empecé a cortarme con una trincheta y a tomar alcohol prácticamente a diario. Imaginaba formas en las que podría matarme si no tuviera tanto miedo de intentarlo y fallar en el intento.
“Estaba convencida de que cada persona tiene derecho a decidir cuándo y cómo tiene que terminar su vida. ¿Por qué tengo que seguir viva si ya no me gusta la vida, si solo sobrevivo? “
En las noticias contaban que morían o mataban a personas ejemplares, que hacían cosas buenas para los demás, y pensaba que no era justo que esas personas tenían que morir y yo, que no quería seguir viviendo, seguía viva.
De la nada me entraban ganas de llorar y me derrumbaba, llorando con más fuerza que nunca, cubriéndome la cara con las dos manos mientras me caían lágrimas y mocos. En los días previos a la internación tomaba la medicación con alcohol con la esperanza de que me diera un paro cardiaco mientras dormía o algo así. Tomaba a la tarde, a la noche, a cualquier hora. Llegué a tomar dos botellas de vodka en tres días. No me acordaba cuándo había sido la última vez que me había bañado. Mi psicóloga me había visto a diario casi por un mes y mi psiquiatra también me incrementó los controles y me reguló las dosis varias veces al mes, pero nada funcionó.
Un lunes a la noche pensé que me moría. Salí del baño y al cruzar la puerta me agarró un nuevo ataque de llanto, pero esta vez era mucho más intenso, sentí que no me alcanzaban los pulmones para respirar todo el aire que necesitaba. Me dolía el pecho. Como pude, me senté en el piso.
Pensé en llamar a mi mejor amiga para que viniera porque pensé que esa era la noche en que iba a morir, pero desistí de la idea porque tendría que bajar a abrirle y no me podía mover. Además, una parte de mí se alegró ante la posibilidad de una inminente muerte. No sé cuánto tiempo estuve en ese estado, pero fue una de las experiencias más oscuras de mi vida.
Ese jueves fui a ver a mi psicóloga, y al final de la sesión me dijo que me comunicara con mi psiquiatra para que me viera ese día o al día siguiente. Me dio turno para esa tarde, y al llegar al consultorio encontré a mi mamá y nos hizo pasar a las dos. Mi psiquiatra nos dijo que tanto él como mi psicóloga estaban muy preocupados por mí y que ya habíamos intentado de todo, que era necesario internarme. En otro momento de mi vida me habría negado rotundamente, pero en ese punto mi vida me daba tan igual que lo acepté. No tenía nada que perder. Mi doctor me hizo un pedido de internación en el que había palabras como “depresión grave” y “fuerte ideación autolesiva”, y nos dio las instrucciones sobre cómo proceder.
Llegué a la guardia de una clínica psiquiátrica que me cubría la obra social, y cuando el psiquiatra que me recibió me preguntó por qué estaba ahí, respondí “porque me quiero morir”
Luego de los trámites de admisión y de que mi mamá me despidiera con lágrimas en los ojos, una enfermera me pidió que la acompañara al que iba a ser mi hogar por casi un mes. Cuando crucé las puertas sentí algo de miedo por lo que me iba a encontrar. Cuando me mostraron mi habitación, me acosté en posición fetal y ahí me quedé hasta que fue la hora del almuerzo. Me encontré en un lugar en que no permitían cerrar las puertas de las habitaciones y la puerta del baño no tenía traba.
El primer y el segundo días me los pasé acostada. Veía a mis compañeras charlando, tomando mates, riendo y yo me sentí muy ajena a eso, pensé que no habría manera de que yo llegara a ese punto. El segundo día tuve un ataque de llanto porque quería irme. Una enfermera me calmó, y pensé que si salía de la clínica iba a terminar matándome tarde o temprano y que me había prometido a mí misma darme una oportunidad. El tercer día conocí al psiquiatra que me habían asignado. Recuerdo que le pregunté si estando ahí me iban a volver las ganas de vivir y él me contestó que sí, que íbamos a intentarlo. A partir de entonces empecé a acercarme más a mis compañeras y a participar de las actividades que había. Según supe, hasta la semana anterior había visitas los martes, jueves y sábados, y podían asistir dos personas por paciente. Por la pandemia, desde esa semana habían restringido las visitas a solo un día, los jueves, y a una persona por paciente.
Mis primeros días fueron los más difíciles porque no podía recibir llamadas ni visitas. Mientras el nuevo esquema de medicación comenzaba a hacer efecto, no me costó demasiado adaptarme a la estructura de la clínica.
Una enfermera te despertaba a las 8 de la mañana, tendías tu cama e ibas a tomar la medicación. A las 8 y media era el desayuno, té con criollitos. Después podías ir al gimnasio o participar de la actividad que hubiera en el día, o ver la tele en el comedor. Cerca del mediodía abrían la puerta del patio, un patio grande con sillas y reposeras, y con una cancha de vóley. Casi siempre las enfermeras sacaban un equipo de música y ponían la radio. A las 12 del mediodía tomábamos más medicación y poníamos la mesa, almorzábamos alrededor de las doce y media y, luego de levantar la mesa, teníamos que esperar a que las enfermeras contaran los tenedores y cuchillos, y cuando corroboraban que estaban todos podíamos salir del comedor. Desde la una a las cuatro dormíamos la siesta, yo dormía las tres horas porque la medicación del mediodía me daba mucho sueño. A las cuatro nos dejaban salir de la habitación y a las cuatro y media tomábamos medicación y merienda, mate cocido con pan y mermelada. A las ocho y cuarto poníamos la mesa y a las y media cenábamos. A la noche nos daban la medicación después de comer. Esa también me daba muchísimo sueño así que casi siempre iba directo a la cama.
Martes y jueves teníamos laborterapia, que consistía en que iba una profe de arte y nos llevaba dibujos impresos, lápices, fibras, y acuarelas para pintar. Los miércoles teníamos terapia de grupo coordinada por una psicóloga y un par de veces a la semana venía un profe de música con el que cantábamos y tocábamos algún instrumento como pandereta o güiro.
Unos días después tuve mi segunda sesión con el psiquiatra. Me vio mucho mejor y me autorizó a recibir llamadas, pero no visitas. Aún recuerdo la alegría cuando sonó el teléfono y la enfermera llamó mi nombre y no el de alguien más. Desde ese día pude recibir dos llamados a la mañana y dos a la tarde, las personas que me llamaron fueron las mismas que hoy siguen siendo mi pilar: mi mamá, mi hermana, mi mejor amiga y mi psicóloga. Mi primer jueves fue un poco triste porque era día de visitas y a mí nadie podía visitarme todavía. Le pedí prestados sus lápices a mi compañera de cuarto y me quedé pintando en el comedor.
Desde los primeros días notaba que mis compañeras pasaban mucho tiempo pintando y en las clases de laborterapia empecé a tomarle el gusto, así que solicité que le pidieran a mi mamá que me enviara lápices y dibujos además de la ropa, artículos de higiene y alguna que otra golosina que solía mandarme. También me resultaba muy tranquilizador escribir sobre lo que estaba viviendo, mayormente en forma de cartas a mis seres más cercanos.
Todas las mañanas veíamos el noticiero en el desayuno y así nos fuimos enterando de lo que pasaba en el mundo exterior, del avance de la pandemia y de las medidas que se estaban tomando al respecto. Un día nombraron la palabra cuarentena y unas horas más tarde vino una doctora a explicarnos qué quería decir, nos dijo que les habían armado permisos de circulación a nuestros familiares, pero que como medida extra de prevención se cancelaban los permisos transitorios de salida.
Las semanas que siguieron ya me comportaba como las chicas que había visto mi primer día, me sentía contenta, charlaba mucho con mis compañeras, pintábamos juntas, nos reíamos, hacíamos chistes, nos burlábamos de nuestra condición. Nos entendíamos. En mi sector, casi todas habíamos ingresado por depresión y varias además por intentos de suicidio. Mi psiquiatra de la clínica me dijo que me interné justo a tiempo. Los siguientes jueves pude ver a mi mamá y vi lo contenta que estaba por verme bien otra vez. Después de mi último jueves nos informaron que se cancelaban definitivamente las visitas como medida de precaución, y me sentí aliviada de no tener que seguir internada sin poder volver a ver a mi mamá.
El día de mi alta me despedí con emoción. Mis días en la clínica fueron una pausa en el caos que era mi vida que me permitió enfocarme en sanarme. Fueron en total veintiséis días. Me habían dicho que iba a tener que quedarme los primeros días con mi familia, que no podía estar sola todavía
No imaginé lo que vendría después. Pensé que en mi casa iba a estar mejor, pero me encontré con frecuencia extrañando la clínica. Salí de un encierro a otro diferente, encerrada con la familia de la que había decidido distanciarme cuando fui a vivir sola, enfrentando de nuevo los motivos que me habían llevado a tomar esa decisión. De a poco fui perdiendo la energía que tenía al ver que en plena cuarentena no había ofertas de trabajo y yo no tenía ninguna fuente de ingresos. Volver a la dinámica familiar me resultaba agotador y volví a llorar por las noches. Antes de la internación vivía sola y todos llevábamos una vida normal, al salir me encontré en medio de una cuarentena en una casa que ya no sentía como mi hogar y donde para estar sola tenía que encerrarme en mi habitación. Un día encontré una trincheta y me hice un corte en el brazo izquierdo. La sangre y el ardor me calmaron por un rato, pero sentía que se me caía todo lo que la clínica me había dado.
Mi hermana se la pasaba haciendo cosas, siempre estaba alegre y pretendía que yo le siguiera el ritmo. Un día me largué a llorar frente a ella y mi mamá porque sentía que todos esperaban que actuara como si nada hubiera pasado. Tuve que explicarles que el hecho de estar de alta no quería decir que ahora era feliz y tuviera ganas de vivir, sino que estaba estable para continuar tratándome la depresión de forma ambulatoria.
Después de la charla y el llanto me sentí mejor, fue liberador decir en voz alta lo que me pasaba. Paulatinamente fui encontrando mi manera de convivir y tener momentos de privacidad hasta que mi psicóloga me dé el visto bueno para volver a mi departamento.
Hace un mes salí de la clínica y llegado a este punto aprendí que la depresión no es una cuestión de voluntad o de pensar en positivo, tampoco de hacer cosas para distraerte (si supieran la cantidad de días que me pasé el día entero en cama, aunque tuviera mil cosas para hacer, levantándome solo para ir al baño).
Es como un parásito que te va consumiendo y se alimenta de tus ganas y tu alegría. Entiendo que entran en juego cuestiones del cerebro y por eso se necesita de la medicación y de un fuerte trabajo en terapia. Ahora tengo sesiones virtuales con mi psicóloga y mi psiquiatra, mis salvadores, y cuando pueda volver al consultorio voy a entregarles en persona las cartas que escribí para ellos en la clínica. Todavía tengo mucho trabajo por delante, pero hace dos semanas que no lloro y no he vuelto a cortarme, y estoy encontrándome conmigo otra vez, con la que era antes de la depresión. Bueno, en realidad no exactamente con esa persona, sino con una versión fortalecida de lo que fui.
Si querés participar de “Contarse en un relato” escribinos a info@contarse.org
Que fuerte leer esta nota, tengo a mi hermana con un retraso madurativo internada hace dos meses despues de sufrir un brote, yo estoy embarazada y esto movilizo mucho mi estado. Como hermanas que somos no hay un dia en el que no nos extrañemos, en el que no piense en ella y en todo lo que va atravesando durante este periodo de internación, a veces cuesta escuchar lo que me cuenta, y manejar las ganas de “sobre protegerla” pero apostamos a que todo esto sea para bien.